Historias de Terror La Muñeca de Victoria

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Un Relato de Terror, donde la Muerte y la Culpa se Funden.


Isabel, podría ser amable y decirte que lamento molestarte de nuevo con mis ataques de ansiedad, de remordimiento y de rencor a mi mismo, sin embargo, entre nosotros, las cortesías carecen de sentido. Me has dicho un millón veces que el tiempo ha seguido su indetenible curso, que nadie se acuerda de ese incidente, ni de la desafortunada Victoria, mientras yo sigo atrapado en su recuerdo, pero es que esta vez no puedo imitarte, no existe un botón en mi cabeza que pueda pulsar y borrar la tarde de abril en la que me condenaste a este pecado de futuro desperdiciado, a horas y horas de terapias, de psicoanálisis, en fin, a esta vida que no es vida y que mal hago en llamar así

Los años de lo que debió ser una feliz infancia invaden mis sueños con más frecuencia, trato de encontrar en estas misivas alguna paz, empiezo a creer que es bueno para mi salud mental este absurdo ejercicio de memorias oscuras. Sé que el contenido de esta carta, arrancará de ti una de esas expresiones de disgusto que tanto te encanta hacer, pero lo lamento mi querida amiga, me siento con derecho a perturbarte, pues en definitiva has sido tu más responsable que yo en toda esta triste historia, además me importa poco que no leas lo que escribo, hace tiempo que deje de soñar con que tu redención, ya no te escribo tanto a ti como a mi mismo y si sigo enviando las cartas es más por la fuerza de la costumbre que por cualquier otro motivo, me importa poco si ya me olvidaste, como hiciste con Victoria, se que eres muy buena para eso, como lo eres para engañar, destruir y manipular.

Victoria no me agradó desde un principio, para serte sincero me pareció alguien sin mayor chiste, demasiado simple para formar parte de nuestro, tan selecto, club, que sólo se reducía a ti y a mi, por lo que resulte inmensamente sorprendido cuando en ti se despertó una repentino interés en ella, confieso que me sentí un poco celoso, sentimiento que fue proporcionalmente incrementándose en la medida en que tu y ella se convertían en amigas inseparables, me hiciste a un lado y yo creía que te importaba, ahora se que sólo me usabas, yo era la mano que ejecutaba tus ideas y la persona que pagaba tus culpas, nadie pensaba que tu fueras capaz de algo incorrecto, eras la niña perfecta y yo un tonto en tus manos

¿Cuántos años teníamos exactamente? ¿Once, doce quizás? No logró recordar ese tipo de detalles, no sé si era lunes o jueves, no se como llegamos a ese lugar, mi memoria es caprichosa, por que otros detalles puedo verlos en mi mente como si fuese una película en cámara lenta.

Me habías invitado a pasear contigo y con Victoria, sabías que no me negaría. Ella y yo te seguimos por largo rato, conversando sobre trivialidades, esa serie de cosa cosas en las que sólo los niños pueden tener interés en hablar, llegamos por fin a un sitio que tu y yo habíamos descubierto, te dije que no tenía permiso de estar allí, pues cuando le conté a mi mamá de aquel lugar me prohibió ir y me advirtió del peligro en aquella zona, pero respondiste “si tienes miedo Alberto, puedes irte”, por supuesto que no me fui, aun que debí haberlo hecho. Nos sentamos los tres a la orilla de aquello que bautizamos “El lago”, aunque en realidad era una especie de pozo engañosamente profundo. Era un día perfecto, el cielo completamente despejado, invitaba a sonreír y el excesivo predominio del verde en el ambiente trasmitía vitalidad, definitivamente no había indicios de tragedia ni de muerte, lo único lúgubre de ese lugar eran aquellas aguas.

Victoria llevaba una muñeca consigo, gesto infantil que revelaba su carácter, tu se la pediste, pero ella se negó, me pareció extraño que tu quisieses un juguete como ese, no te vi jamás jugar con algo así, era imposible ganarte en ajedrez, tocabas piano (¿aún lo haces?) e ibas al ballet, pero no tenías muñecas, tus padres creían que darte una era equivalente a decirte que sólo servías para ser madre y ese no era el destino que tenían preparado para ti, en cambio Victoria tenía cientos, las cuales puso a tu disposición, pero la que tenía consigo no podía dártela, era un regalo póstumo de su abuela, me fije en la muñeca, tenía una cascada de bucles dorados y un ridículo vestidito azul, (¿Qué te llamó la atención de esa cosa de porcelana que fingía ser una niña?) en ese momento actuaste como si hubieses entendido la explicación, fijaste tu fría expresión en las aguas oscuras ante ti, tan quietas, profundas y sombrías que por un momento me sentí preso en esa imagen, de pronto te pusiste de pie y te acercaste peligrosamente al borde, Victoria y yo te imitamos, le preguntaste de nuevo a Victoria si podía prestarte su muñeca, ella cedió pero era obvio que no lo hacía con agrado, me susurraste al oído y así lo hice.

El grito de sorpresa de Victoria fue como una puñalada en mi estómago, a veces me despierta ese mismo grito en las noches y siento como laten mis tímpanos, mi primer pensamiento coherente fue que Victoria sabía nadar, que era una broma cruel de tu parte, pero lo que hacía era dar manotazos al agua tratando de mantenerse a flote, era un intento inútil por que “El lago” parecía querer tragarla, yo te observaba esperando que me dijeras que hacer, en tanto que Victoria luchaba por mantener la cabeza fuera del agua, pero irremediablemente se hundió, te dije que teníamos que sacarla, pero no me respondiste, pasaron los minutos, horas para Victoria, quien luchaba por su vida, desesperada por respirar y luego debe haber caído en la dulce paz de la inconsciencia, producida por la falta de oxigeno en el cuerpo, su estómago se habrá llenado de agua y luego debe haber comenzado a respirar liquido, inundando sus pulmones, siendo la muerte el fin de su innecesaria agonía.

Tú seguías absorta en la muñeca, perdida en sus tristes rizos de cabello sintético, alisando con sumo cuidado el vestido y sus delicados encajes, hasta que de pronto con una sonrisa irónica la lanzaste al lago

Y así la muñeca siguió el destino de su dueña, perdiéndose en esas aguas mortales, mientras tú te alejabas del aquel sitio y yo, aún inmovible, supe que jamás te perdonaría


A.C. Ibarme


Fuente : relatos.escalofrio.com